Comenzaré
diciendo algunas palabras sobre la expresión “arte contemporáneo”.
Si por “contemporáneo” entendemos simplemente “de hoy”
podríamos decir que todo arte es contemporáneo, dado que todo arte
es de su tiempo. Por lo que, sin duda, queremos decir otra cosa o
algo más cuando decimos “arte contemporáneo”.
En
realidad, la expresión “arte contemporáneo” se entiende a
partir de la expresión “arte moderno”: el arte contemporáneo es
lo que viene después del arte moderno. De modo que, para entender
bien el arte contemporáneo, tenemos que volver al arte moderno. El
problema está en saber si existe una ruptura entre lo moderno y lo
contemporáneo.
¿Qué
es el arte moderno? Creo que se trata de un arte que no es ni clásico
ni romántico. O, más precisamente, el arte moderno es un arte que
supera lo clásico sin llegar a ser romántico.
¿Qué
es el romanticismo en el arte y más allá del arte? Con respecto a
lo clásico, el arte romántico afirma la novedad de las formas, el
movimiento creador, la existencia del “genio” artístico. No se
queda, pues, en la imitación del modelo antiguo, tal y como hacía
el gran arte clásico. En ese sentido, el romanticismo sale del
clasicismo pero conserva la idea de que lo bello está ligado a una
infinitud trascendente, conserva la idea de que lo bello nos hace
comunicarnos con el infinito, de que hay algo sagrado en la obra de
arte. La fórmula filosófica más clara es la de Hegel, cuando dice
que “lo bello es la forma sensible de la Idea”. Para el
romanticismo, la belleza artística es una representación finita de
lo infinito y, en ese sentido, sigue siendo eterna.
Por
lo tanto, el arte moderno va a conservar del romanticismo la idea de
la novedad de las formas, la idea del movimiento creador, la idea de
que existe una verdadera Historia del Arte y no sólo la repetición
de formas antiguas, pero va a abandonar la trascendencia y lo
sagrado. Así, podríamos decir que el arte moderno es un testigo
terrestre de lo real obtenido por el movimiento de las
formas. Podemos observar que, en el arte moderno, a partir de la
segundad mitad del siglo XIX, tenemos un doble movimiento artístico
que es, a la vez, una búsqueda de la simplicidad de las
formas. Por ejemplo, los colores puros, los dibujos simplificados,
una construcción más geométrica… Entonces, tenemos una
simplificación de las formas pero, también, una complejidad de las
formas, una suerte de abstracción simple y compleja al mismo tiempo.
En este sentido, el arte moderno supera al arte romántico, lo
instala en una temporalidad terrestre pero conserva la idea de la
eternidad de la obra, la idea de obra como realización finita del
arte.
Creo
que podríamos decir que el arte contemporáneo va a combatir la
noción misma de obra, va a ir más allá de lo moderno en su crítica
del romanticismo y del clasicismo. En el fondo, el arte contemporáneo
es una crítica del arte mismo, una crítica artística del arte. Y,
esta crítica artística del arte, critica ante todo la noción
finita de la obra. Así, la noción de lo contemporáneo va a estar
sometida a dos normas.
Primero,
a la posibilidad de repetición. Un motivo introducido y desarrollado
por W. Benjamín mediante la idea de la reproductibilidad de la obra
de arte, la idea de que la obra de arte puede dar lugar a series con
el modelo de la producción industrial. Se trata del primer ataque
contra la noción de Obra, porque la obra en el clasicismo y en el
romanticismo era por excelencia algo único. Esta unicidad de la obra
era la traducción de la relación del artista con la Idea, era como
una firma única de esta empresa espiritual. Entonces, la repetición,
la reproducción y la serialización son procedimientos para destruir
la idea misma de obra única.
En
segundo lugar, va a haber un ataque contra el artista o, más bien,
contra la figura del artista. En el romanticismo, el artista es una
figura sagrada, es el garante de la unicidad de la obra y es el que
hace comunicar lo infinito con lo finito. Podríamos hablar del
Artista-Rey, después del Filosofo-Rey de Platón. Se ha dicho que,
en el siglo XIX, existía el Artista-Rey, pero en el arte
contemporáneo se producen ataques contra esta figura del artista
mediante la idea de que, de alguna manera, cualquiera puede ser
artista, es decir, mediante la idea de que el gesto artístico no
sólo puede ser reproducido sino que, también, puede ser producido
de manera anónima, la idea de que la obra de arte puede no tener
firma y de que, quizás, no es otra cosa que la elección de un
objeto. Aquí tendríamos, evidentemente, la revolución propuesta
por M. Duchamp, quien pensaba que, por ejemplo, instalar un objeto
era un gesto artístico y que todo el mundo era capaz de realizar
este gesto, revolución que también partía de la idea de que el
arte no es una técnica particular sino que es una elección de
medios que no está determinada de antemano.
Ésta
es una idea muy importante. En el período anterior, había artes
precisas y definidas: estaba la pintura, la escultura, la música, la
poesía, etc. Lo contemporáneo va a combatir, también, esta
separación de géneros. Va a decir que el gesto artístico no está
determinado por sus medios: podemos pintar y cantar al mismo tiempo,
sin que se pueda decidir que es lo más importante. Asimismo, se
pueden mezclar varias técnicas conjuntamente y hacer desaparecer las
fronteras artísticas. De ahí que la figura del artista desaparezca:
puesto que, precisamente, el artista ya no es un técnico superior,
ya no es un virtuoso, no habrá razones para que el artista
constituya una aristocracia. Entonces, en lo contemporáneo, se ataca
la noción romántica del “genio” del artista. Y esa sería la
segunda crítica de lo contemporáneo contra lo moderno.
Inmediatamente
encontramos una tercera crítica: renunciar a la permanencia de la
obra y proponer, por el contrario, una obra frágil, momentánea, que
va a desaparecer. Lo cual va en contra de una gran tradición, como
es la tradición de la eternidad del arte: el arte era lo que se
elevaba por encima de la desaparición sensible. Por ejemplo, el
color de una hoja en otoño esta condenado a la desaparición, sin
embargo, el color de una hoja en un cuadro es permanente. De ahí la
idea de que la pintura es capaz de crear un otoño eterno y es capaz
de detener el movimiento de las estaciones.
Lo
contemporáneo va a criticar esa visión y va a decir que, por el
contrario, el arte debe mostrar la fragilidad de lo que existe, el
paso del tiempo. También debe compartir la muerte, en lugar de
pretender estar por encima de la propia muerte. Filosóficamente,
diremos que el arte contemporáneo acepta la finitud y, en este
sentido, se opone al arte moderno, que abandonó a Dios pero conservó
la idea de Eternidad. Esto nos daría tres criterios de lo
contemporáneo: la posibilidad de la repetición, de la reproducción
y de la serie, la posibilidad del anonimato (resumiéndose, así,
todo lo que atañe a la figura del artista) y, en tercer lugar, la
critica de la eternidad y la voluntad de compartir la finitud. El
conjunto de esta filosofía creo que, en realidad, es una filosofía
de la vida. Y lo es porque la vida también se repite y se reproduce,
la vida es una suerte de fuerza anónima, la vida también es frágil
y está habitada por la muerte. Así pues, podríamos decir que una
ambición de lo contemporáneo es crear “arte viviente”, en
sentido estricto, es decir, reemplazar la inmovilidad de la obra por
el movimiento de la vida. ¿En qué sentido eso es arte? Justamente
ese es el debate contemporáneo: si el arte debe compartir la vida,
¿cuál es su función propia? El arte va dejar de ser algo que uno
contempla, porque lo que había que contemplar era justamente lo que
detenía la vida, lo que iba más allá del tiempo. En cambio, si la
obra comparte la vida, la relación con la obra de arte ya no podrá
ser una relación de contemplación. El arte contemporáneo va a
tomar, entonces, otra dirección, que estará ligada a los efectos
que produce: el arte no será un espectáculo, ni una detención del
tiempo, más bien será lo que compromete en el tiempo mismo y
produce efectos en el tiempo. Se podría incluso decir que el arte
clásico es una instrucción para el sujeto, una lección para el
sujeto y, en cambio, la obra contemporánea apunta hacia una acción
que cuestiona y transforma al sujeto. Lo cual le va a aportar,
todavía, una característica más: la ambición política del arte
contemporáneo. ¿Por qué va a tener necesariamente una ambición
política? Justamente porque intenta producir una transformación
subjetiva, al mismo tiempo que es un testimonio vivo sobre la vida.
Por estas razones, el arte contemporáneo no se va a preocupar por la
duración y, en cambio, sí que se va a preocupar por lo inmediato.
Va a ser un arte que estará presente en el presente, justamente por
que no apunta a la contemplación sino a la transformación.
Tendremos,
así, dos formas de arte características de lo contemporáneo: la
Performance y la Instalación. La performance, puesto que sólo
existe en el instante, es lo que se muestra en un momento dado.
Finalmente, se relaciona con el teatro. Aunque se trata más bien de
un teatro sin texto, un teatro que es, en sí mismo, su propia
presentación y que puede incluir momentos visuales o plásticos,
puede incluir la danza (la danza, para mí, es muy importante en lo
contemporáneo, también la música, etc). Entonces, la performance
es un lugar de encuentro de las artes, es el paso de la emoción
artística y no su detención. En cuanto a las instalaciones, cumplen
en el espacio lo que la performance cumple en el tiempo y disponen en
el espacio un conjunto de elementos, de colores, de objetos que es
efímero, que está instalado y que va a estar también desinstalado,
apoderándose del lugar del espacio por un momento, exactamente igual
que la performance se apodera por un momento del tiempo y, después,
desaparece. Lo que tenemos es un arte satisfecho con su propia
desaparición, un arte que muestra su capacidad de desaparecer. Todo
lo contrario al arte contemplativo, porque lo que se contempla es lo
que no desaparece. En cambio, el arte contemporáneo muestra su
desaparición: no sobrevivirá.
De
esta manera podemos entender los problemas del arte contemporáneo y
la palabra contemporáneo. Contemporáneo quiere decir todo esto y,
en detalle, van a resultar una cantidad de proyectos diferentes que
van a utilizar todas las técnicas y medios. Por ejemplo, en este
tipo de arte la imagen artificial, el vídeo, etc., juegan un papel
muy importante porque también es un arte de la imagen en movimiento.
Después
de todo lo anterior, quisiera hacer una incursión en la crítica del
arte contemporáneo. Haciendo virtud de mi oficio de filósofo. Con
respecto a lo contemporáneo siempre será cuestión de formular una
pregunta. Con lo cual lo que haré aquí serán críticas virtuales,
si se quiere, críticas que uno podría hacer y que yo voy a hacer
para demostrar que, precisamente, se pueden hacer. Pienso que pueden
hacerse tres críticas posibles: una critica ontológica, una critica
estética y una critica política. Esas críticas conciernen a formas
extremas del arte contemporáneo, y no tanto a la tentativa del arte
contemporáneo mismo. Creo haber demostrado que el arte contemporáneo
es fuerte e interesante.
En
cuanto a la crítica ontológica, es la siguiente: creo que la
filosofía del arte contemporáneo es una filosofía de la finitud
pero también es una filosofía del tránsito y la desaparición.
Ahora bien, no es seguro que ello esté completamente justificado.
Puede suceder que, el ser mismo, acepte lo infinito y, también,
puede suceder que el tránsito y la movilidad no sean más que
apariencias. Podríamos decir que el arte contemporáneo toma
posición en el gran conflicto entre Parménides y Heráclito, sólo
que 3000 años después. Sabemos, aunque sólo sea a nivel escolar,
que Parménides declaraba que el Ser es uno, eterno e inmóvil y que
Heráclito declaraba que el Ser es móvil, pasajero y múltiple. Toda
una parte del arte contemporáneo está del lado de Heráclito, eso
es innegable. Es una elección, pero hay que saber que es una
elección y que el arte contemporáneo está sostenido por esta
elección filosófica. Y aquí podría haber una primera discusión
sobre este punto, una primera crítica virtual posible.
La
crítica estética seria la siguiente: gran parte del arte
contemporáneo rechaza la diferencia entre la forma y lo informe.
Conocemos la existencia de un arte del desecho, un arte de lo que
aparece como informe, conocemos esa tendencia artística que aspira a
deformar toda forma, a exhibir como gesto artístico la deformación
y no, simplemente, la invención de una forma. También existe un
arte del horror y de lo desagradable, un arte de cadáveres en
formol, un arte Trash.
Son tentativas justificadas pero pienso que, estéticamente, esta
equivalencia entre la forma y lo informe es también una
trascendencia escondida, porque recuerda una dialéctica muy
importante en el arte romántico entre lo sublime y lo abyecto. Esta
dialéctica de lo abyecto y lo sublime, el hecho de que lo inferior
también pueda ser superior es, en realidad, una dialéctica
romántica y, quizás, buena parte del arte contemporáneo sea un
romanticismo escondido, precisamente por lo que respecta a esta
figura de la dialéctica entre lo abyecto y lo sublime. Por lo demás,
se sabe que esta dialéctica siempre ha formado parte del
cristianismo, donde los monjes debían vivir de manera abyecta, en la
pobreza y en la suciedad, para que su pensamiento estuviera dirigido
a Dios y, entonces, se produjera un momento donde lo abyecto se
transformara en sublime. En buena parte del arte contemporáneo
siento esto, siento este cristianismo estético y, en el fondo,
sospecho de esos artistas que quieren ser santos para restablecer e
inscribir en lo abyecto, en lo informe, la aspiración escondida a lo
sublime y lo santo. Esta sería una crítica también estética a una
parte del arte contemporáneo.
Y,
finalmente, la crítica política es la siguiente. En nuestro mundo,
¿cuál es el gran modelo de lo que es inmediato, de lo que circula,
de lo que sucede, de lo que muere en cuanto aparece, lo que debe ser
consumido y después debe desaparecer? El modelo de todo esto es la
mercancía.
Hay
que ver claro que la ideología de la finitud, de la equivalencia de
las cosas, de su inmediatez, la idea de que el propio arte debe estar
en la circulación anónima, el hecho de que nada debe ser
contemplado, pero que todo debe ser consumido, es la ideología de la
mercancía y, quizás, encontremos ahí el secreto de esto que es muy
evidente: la existencia del mercado del arte, especialmente del
mercado del arte contemporáneo, en donde la valorización no
genera ningún problema pues obedece a las mismas leyes de la oferta
y la demanda, leyes que regulan la circulación de las mercancías.
En el fondo, podríamos decir que en el arte clásico y moderno la
obra de arte es un tesoro, se basa en el modelo del tesoro. Un tesoro
es aquello que podemos guardar en nuestro sótano, aquello que vamos
a contemplar, lo que vamos a poseer como un objeto. Por otro lado,
los museos exponen tesoros. Es justo criticar esta visión del arte,
esta identidad de la obra de arte y el tesoro. Pero es de temer que,
después de haber sido un tesoro, el arte, ahora, no sea más que una
moneda, que allí donde estuvo guardada se abstendrá de circular y
allí donde debería quedarse va a desaparecer.
El
arte contemporáneo es, por tanto, el arte de la época financiera
del capitalismo, admitiendo que el arte clásico era el arte de la
época del tesoro. El arte contemporáneo es, realmente, el arte de
nuestro tiempo, pero, quizás, es tanto su ilustración como su
crítica, existiendo, en todo caso, una ambivalencia entre ambas, así
como en otras épocas el arte era, al mismo tiempo, esplendor crítico
y, también, un tesoro. Las formas del arte contemporáneo no nos
permiten salir de esta ambivalencia.
¿Qué
hacer? Creo que el arte debería transformarse en algo más
afirmativo que, más que criticar el estado del mundo y criticar el
arte mismo, debería buscar los recursos secretos del mundo, las
cosas positivas pero escondidas, los elementos de liberación que aún
están a punto de nacer, que están naciendo. Y ello manteniendo sus
orientaciones contemporáneas, y su importante violencia crítica. El
arte debería ser, también, una promesa, debería prometernos algo
dentro de su capacidad subversiva. Hay que desconfiar de la
consolación, pues el arte no ha de ser consolador y no está para
mecernos, aliviarnos o protegernos. Pero prometer es otra cosa.
Pienso
que estamos en un tiempo en el que es esencial recordar lo que es el
mundo a través de la propia fuerza del arte, a través de su nueva
fuerza contemporánea. Pero, asimismo, el arte tendría que decirnos
lo que podría ser, como reverso del propio arte. También es una
función del arte tener una visión de futuro. No siempre hay que
anunciar el desastre, aunque haya razones para hacerlo. Creo, más
bien, que el arte debe decir que el desastre es posible, que quizás
es más que probable, pero que podemos evitarlo. Tiene que decir,
también, que algo en todo ello depende de nosotros, a eso es a lo
que yo llamo una promesa. Entonces, diré, simplemente, que el arte
contemporáneo despliega todas sus funciones multiformes y sin forma,
pero que también tiene la capacidad de recordarnos todo aquello de
lo que somos capaces.
Alain
Badiou